Una danza de recuerdos y mariposas.

Recuerdos Crisálidas. Cuento

Ay, mariposa, tú eres el alma
De los guerreros que aman y cantan
Y eres el nuevo ser que se asoma por mi garganta

Que maneras más curiosas
De recordar tiene uno
Que maneras más curiosas
Hoy recuerdo mariposas
Que ayer sólo fueron humo
Mariposas, mariposas
Que emergieron de lo oscuro
Bailarinas silenciosas.

Tengo recuerdos que son crisálidas. Las crisálidas llegaron a ser mariposas cuando las voces de antaño se volvieron historias. Historias de recuerdos de otros y otras, que solo viven si logran inventar en las palabras un nuevo léxico.

¿Por qué recuerdo el recuerdo del recuerdo que me contaste en abril del año que tenía 5, 8, 12  y mil años?. Esas tardes, y todas las tardes, bajo el parrón de las uvas verdes transparentes, con el oído agudo y los ojos palpitantes de imágenes, tu voz cautivaba mi atención para entrar en un mundo que me pertenecía por un instante. Viajé con Vitalis con su gorro tarbush, desde Estambul en un barco a la Argentina, luego de combatir en la primera guerra mundial.

Fui testigo de la imprenta que Vitorino trajera desde Castilla en el año 1867, a un pequeño y largo país llamado Chile. Cruce el Mar el año 1936 con Phillipe y Clarice, desde la ciudad de Lille, Francia,  hasta el norte de Chile en el puerto de Mejillones. Escuche las romanzas en sefaradí, de los sobrevivientes de la Shoá.  Planté todos los árboles de la avenida de un pequeño pueblo, cuando Rosa, con una pala  abría la tierra a la semilla roja de Raulí, el año 1886. Me fuí exiliada en los trenes a Pisagua, con Guillermo y Rene, el año 1931, cuando el Dictador Ibáñez del Campo los persiguió. Estudié letras, escuché a  Rachmaninoff con Demetrio. Conté las cerezas, que crecían a destajo, en un monte de un pueblo perdido en el sur y escuché los acordes de la guitarra de Rafael. Bailé al ritmo de  rock & roll en esa fiesta sin permiso, dónde Cecilia y Arturo se conocieron.  

Tu voz era el canto de la memoria hecha alas, hecha mito, hecha vuelo. Viajé tan lejos que no sabía si era la encarnación de todos mis antepasados, o eran  sus vidas las que ardían en mi, como caballos salvajes, buscando la ruta del mar en el horizonte de una tierra prometida.  

Tu silencio fue la antesala de un recuerdo, que más que pasado era presente. Ese no lo podrías nombrar, pero en tus ojos brillantes mostraba la marca de la crueldad de un mundo adverso, de una jugada traicionera, de una feroz alevosía. Que pequeña me sentí cuando dijiste que el ser humano también hacía daño, y que lo hacía a conciencia. Ese 11 de septiembre del año 1973, mis tres años de vida se hicieron en flor, en un jardín donde los pájaros guardaron silencio, y los perros escondieron su cola entre las piernas. Venían tiempos oscuros y lo oscuro tapizó la acera de sangre y temor. Agitó  las banderas de patriotismo y sembró la avaricia de los ladrones, pueriles y brutales. Ese día del bombardeo se quedó sin palabras para ti. No llegaste a casa. No puedo recordar nada. Fue una  nebulosa opaca la que cubrió las puertas y las ventanas. Cuando volviste desganado, con poca fuerza, me sonreíste como si representaras el copihue más pequeño que se ocultó en su sencilla forma de existir. Recordaste, recordé, que había esperanza, o la habría. Una esperanza-recuerdo esperando crecer.

. . .

 

Te recuerdo ahora. Ahora que los recuerdos de los recuerdos hechos historias armaron la vida, esa vida que arde en mi como la poesía de la esperanza ante el horror. Un abuelo puede hacer nacer la primavera. 

Michelle Kordovero Laynez
Lic. Michelle Kordovero Laynez

Psicoanalista, Psicóloga Clínica.