Purgatorio
¿Cómo llegué hasta acá? ¿Quién podría imaginarse que en este cubículo repleto de muñecos encontraría mi purgatorio? Paralizada, entre la sala de espera y el consultorio, ni adentro ni afuera o un poco adentro y un poco afuera. Para llegar a este estado hay que morir, entonces estoy muerta. ¿Cómo sigo? ¿Se puede volver de la muerte?
Cuatro meses antes lo vi por primera vez, tenía 8 años, le dije mi nombre, me dijo el suyo, cargaba con un apellido impuesto, Down. Como siempre, como cada vez, con cada quien, fue necesario aplazar los motivos por los que me convocaron, para conocernos, para encontrar un lenguaje que nos fuese propio, que yo pudiese comprender, que él pudiese comprender. Nos llevó tiempo encontrar su motivo.
Juguetes, lápices, marcadores, hojas blancas fueron buenos aliados.
Algunas de las rayas que generaban sus marcas se volvieron monigotes sin rostros, otras simulaban rectángulos de madera, también cruces. Algo de lo que relataba resultaba ininteligible. Palabras sueltas, dislálicas. Yo me esforzaba, le preguntaba, pero él desistía ante mi falta de comprensión. Los juegos parecían no terminar de organizarse, pasábamos de uno a otro sin poder concluir ninguno. Las cajas de juguetes se ofrecían en vano, nunca resultaban suficientes.
Período inquieto y expectante. Tiempo de espera, de esperar que algo pase.
Instancias de actividad tímida y sigilosa pero insistente y sostenida. También contenida por cuerdas invisibles que traman, como raíces en busca de agua, que se van volviendo elásticas, cada vez más elásticas y tupidas.
Un día algo sucedió, el juego se organizó, se impuso y me tomó desprevenida, con la potencia de lo que no está prestablecido o premeditado. No es posible predecir cómo, cuándo o por qué. Tal vez dije o hice algo y eso me llevó a la muerte, pero cómo saberlo, pueden ser múltiples las causas.
Podría detallar la secuencia: las cajas de juguetes fueron ordenadas en línea recta, la silla a modo de cabecera, me llama y me pide que me acueste, yo actúo su juego con muchas dudas, toma una hoja, dibuja una cruz, con cinta la pega sobre el respaldar de la silla, justo encima de mi cabeza. Me sentí incómoda, intenté ponerme de pie, pero con una señal de su mano me detuvo, él se sentó en uno de los sillones, a un metro y medio de distancia.
Su gestualidad dispuesta a velar la escena, mi necesidad imperiosa de correrme de allí. ¿Cómo salir del encierro, cómo meterme en el juego? Pensé en algún discurso con el que se calma la angustia ante la muerte, simulé alas con mis manos, comencé a agitarlas, el movimiento de su rostro indicaba autorización. Logré salir, llegar al purgatorio mientras la puerta del consultorio se cerraba detrás de un alma fugitiva que, en definitiva, no era más que un puñado de interrogantes puramente terrenales.
Nos di un tiempo, dije su nombre mientras golpeaba la puerta del consultorio, como una manera de preguntar si el juego había terminado, si su tiempo de duelo había sido suficiente. Si acaso, eso fuese posible. Yo seguía interpelada. La puerta se abrió y me recibió con una sonrisa. Su rictus había cambiado. La única ocurrencia posible fue invitarlo al patio, a buscar el calor del Sol, a hacer esquejes de plantitas, que luego plantaríamos, venderíamos y nos permitiría encontrarnos en un único lenguaje. Ya llegaría el tiempo para hablar de su abuelo, de las cosas que compartían y lo que extrañaba, de poner rostro a sus figuras humanas, con ojos rasgados y sonrisas gigantes, de jugar competencias en metegol de cartón, de lecturas, letras y números. Sería un tiempo donde el pasado, el presente y el futuro
se unirían, desatendiendo los tiempos verbales de la lingüística.
Nadie te recibe en el purgatorio. Los libros sagrados anuncian, sugieren, explican, pero ninguno dirige el camino. Estás desamparada. Sola con tus interrogantes a escasos metros de un niño que está narrando su sufrimiento.Quizás a la vida se vuelve más fácil de lo pensado: con una llamada, golpeando la puerta, pidiendo permiso.