Ser niño en Tiempos de Etiquetas
Los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual”
Byng-Chul Han
Diagnósticos Prét a Porter.
En las últimas décadas ha ido creciendo la tendencia a clasificar los problemas cotidianos de la vida como problemas de salud. Cuando los problemas que están por fuera del área de la medicina son definidos en términos de trastornos y abordados como problemas médicos estamos ante un proceso llamado medicalización de la vida (Collares, Moysés, Untoiglich ,2013). El universo infantil se ha visto invadido por el uso extendido y excesivo de las categorías del DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría) que rápidamente conquistaron con sus siglas y definiciones diagnósticas las instituciones que se ocupan de las infancias. Hablar de niños, niñas o adolescentes es sinónimo de hablar de trastornos. En los consultorios psicológicos o pediátricos, inclusive en el ámbito escolar es frecuente escuchar las categorías de este manual para describir o referirse a los niños. Hay una pasión por diagnosticar, por catalogar, por definir cuadros, suponiendo que de ese modo se avanza en la resolución del problema de una manera rápida y eficaz, cuando paradójicamente ese lenguaje común no es más que un código numérico que raramente colabora en la comprensión de lo que le sucede al niño. Esto tiene serias consecuencias en tanto hablar de trastornos implica un sello que se entiende como una definición del otro.
La mirada sobre la infancia se ha transformado en una búsqueda permanente de desvíos de una supuesta norma ideal con el riesgo de olvidarnos las características propias del ser infantil en los tiempos actuales. Cualquier manifestación que se corra un poco de la media esperable es considerada un déficit o un trastorno que se incorpora a la vida del infantil sujeto, quien se hace portador de ese sello o etiqueta. Como sostiene G. Untoiglich en su libro “En la infancia los diagnósticos se escriben con lápiz” (2013, Noveduc) para llevar adelante estas estrategias se requieren dispositivos que generen devoción. El DSM es un dispositivo que genera devotos. Y devoto significa sumiso. La sumisión es una condición necesaria para el no cuestionamiento del sistema. El DSM se transforma en un dispositivo de control, un aparato de nominación/ dominación que produce subjetividades: el bipolar, el autista, el oposicionista desafiante.
ADD, TGD, TEA, TOD, marcas, siglas, nombres que pasan a incorporarse a la vida de niños, y adolescentes como una representación de sí mismos, coagulando su ser a su padecer. En lugar de pensar la función del diagnóstico como una guía, una brújula que posibilita orientar el trabajo clínico y la escucha del profesional acerca de la multiplicidad de factores que intervienen en el sufrimiento del chico junto con estrategias de intervención, se cierran las preguntas con respuestas que obturan toda posibilidad de pensar ¿Quién es este niño? ¿Cómo es su contexto? ¿Qué le pasa? ¿De qué sufre?
Cuestionar este tipo de diagnósticos no significa negar la existencia en muchos niños de dificultades en su estructuración psíquica que inciden en los procesos de constitución subjetiva. Niños con dificultades en la apropiación del lenguaje, a los que les cuesta sostener la atención y la conexión con el otro, niños que se mueven en forma caótica, sin metas, que muestran una ansiedad desbordante y que actúan siempre de modo impulsivo. Niños que no juegan, que no hablan, que se muestran angustiados, aterrorizados. Sin embargo, bajo un mismo nombre se pretende englobar modos de funcionamiento psíquico diferentes negando la multiplicidad de causas que intervienen en los problemas de atención, la impulsividad, la desconexión o la hiperactividad.
En tiempos donde el dataísmo y la cultura de la información conquistaron el mapa de la subjetividad, se cree en los números como si fueran puros, objetivos, y universales, desestimando que la idea de objetividad es una construcción social e ideológica que representa el paradigma de una época. La transparencia con la que se cree en los datos es un dispositivo neoliberal que vuelve hacia el exterior la subjetividad, la desinterioriza, y la explota para optimizar su rendimiento. El furor de la positividad busca la evidencia de lo igual, lo que no genera conflicto, una imagen ideal que no tenga fallas o fisuras; lo extraño, la fantasía, lo inconsciente son opacidades y como tal no deben ser tomados en cuenta a la hora de comprender o explicar los comportamientos subjetivos pues oscurecen la claridad de entendimiento. En la era de la autoexplotación del yo la idea de una interioridad es vista como algo negativo ya que no hace más que obstaculizar y ralentizar la comunicación pues la transparencia exige datos claros que sirvan para convertirse en información fácil de viralizar. Se avanza desde la vigilancia exterior hacia un autocontrol activo generando instrumentos o técnicas de conocimiento a partir de las cuales se diseñan estrategias para mejorar el rendimiento de los individuos, desarrollar pronósticos con la expectativa de asegurar un futuro predecible y controlable en un mundo que cambia sin cesar. La sociedad actual exige evidencia y claridad en la información como si fueran sinónimos de verdad. El lenguaje transparente es una lengua formal, puramente maquinal, operacional, que carece de toda ambivalencia. Así surgen los cuestionarios, estadísticas y métodos de evaluación y diagnóstico rápidos y ¿efectivos?, que pretenden mapear la subjetividad descartando cualquier elemento extraño o negativo en post de lo comunicable o consumible, elaborando además dispositivos de intervención que siguen una lógica maquinal.
En el caso de los niños vemos cómo problemáticas muy distintas son catalogadas bajo el mismo rótulo y abordadas con iguales estrategias expulsando del mapa lo más singular para hacerlo entrar en los casilleros diagnósticos de lo igual. Así vemos una generación de niños cuyos autismos son tan diversos como inverosímiles. El aumento de niños clasificados dentro del trastorno del espectro autista [1 cada 68] habla más de una epidemia de malos diagnósticos que de una epidemia de autismo. Es mucho más fácil diagnosticar TEA que entender la complejidad psíquica, incluso entender que a veces uno no entiende ni sabe de entrada lo que le pasa al niño, y que lleva tiempo arribar a una hipótesis diagnóstica. Por supuesto que el autismo existe como categoría psicopatológica, pero dista bastante de lo que muchos niños presentan o padecen. La singularidad queda encerrada y reducida en casilleros diagnósticos y al mismo tiempo se proponen soluciones simples para problemas complejos.
Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias”.
Eduardo Galeano
Postales de Época.
Todas las épocas han producido una idea de infancia y de sujeto. La posmodernidad promueve una idea de sujeto: eficaz, eficiente, productivo, hiperactivo, emprendedor, autosuficiente, autogestivo. Alguien que debe adaptarse a los ritmos vertiginosos, reponerse rápido de las pérdidas, no sentir, no parar. Ser activo, útil, práctico. Mandatos tiránicos y cínicos en épocas caracterizadas por la expulsión y la segregación: muros, vallas, mares, océanos dividiendo el mundo: Están los que llegan y se salvan, otros mueren en el intento.
Consumo, luego existo. El ser en su máxima compulsión.
Los niños no quedan por fuera de estos malestares de época. No todos llegan al final en las mismas condiciones no porque no puedan sino porque parten de condiciones de desigualdad. En este contexto han surgido test, protocolos de detección temprana que miden a todos por igual. No relevan condiciones de partida, no tienen en cuenta la historia, lo vincular-familiar-lo biológico y lo social.
Se evalúa al niño, sólo. Como si sólo viniera al mundo, como si existiera la posibilidad de pensar que el niño es sólo, cuando está absolutamente sujetado a las múltiples miradas que lo constituyen.
Suponer que una persona es un cerebro, pensar que es sólo un psiquismo sin cuerpo, o diagnosticar en una hora de atención, es desconocer el paradigma de la complejidad que Freud conceptualizó a través de sus series complementarias y que se fue complejizando con los avances científicos. Estandarizar y burocratizar el trabajo clínico a través de cuestionarios con los que se pretende medir alguna función es sostener una idea reduccionista de niño, es degradar la clínica a su mínima expresión y con máximas consecuencias a nivel de la intervención. Los diagnósticos son parte de un proceso sostenido en el tiempo y enmarcado en un vínculo transferencial, no el resultado de un cuestionario que cualquier lego puede aplicar. La cantidad de niños sobre-diagnosticados nos interpela a poner alertas sobre los métodos, los instrumentos y los procedimientos de evaluación diagnóstica. “Entré con un hijo y salí con un autista” relataba una madre mientras recordaba el impacto con el que recibía una sentencia, no un diagnóstico, que quebraba para siempre la confianza en ella misma como madre, interfiriendo y transformando para siempre el vínculo con su pequeño hijo al que ya no miraría con los mismos ojos. Dos horas de evaluación y algunas preguntas parecieron bastar para desarmar sueños y proyectos.
¿Es ético evaluar a un niño a través de cuestionarios que los padres, observadores no objetivos, deben responder? ¿Es científicamente correcto hacer diagnósticos por internet? ¿Es posible implementar una campaña masiva sin hacerse preguntas por la responsabilidad ante la cantidad de falsos positivos? Dice el poeta: “Al andar se hace el camino, se hace camino al andar”, por qué clausurar caminos a poco de iniciada la travesía.
Son muchas las causas por las que un niño puede replegarse sobre sí mismo, armar corazas defensivas o parecer autista, por qué fijarle un rótulo a pocos días de nacer.
El riesgo que observamos en la actualidad es la dificultad del mundo adulto para entender y respetar los ritmos y los procesos que constituyen devenir niño sin sancionar las diferencias como fallas o fracasos. Se coagula la subjetividad con siglas, ropajes imaginarios que nombran y dan una definición ontológica del ser del niño. El riesgo aparece cuando en lugar de funcionar como guías u hojas de ruta, los diagnósticos funcionan como nombres impropios con los que se identifican a los chicos y que el niño crezca con la idea de que eso que le pasa, que puede ser algo transitorio o circunstancial, lo asuma como un rasgo de su identidad imposible de modificar. El riesgo es que la definición del trastorno invisibilice al niño.
Defender los derechos de los niños es entender que hay una diferencia abismal entre prevenir y predecir. Las intervenciones oportunas cuando están bien hechas abren caminos, distinto el etiquetamiento temprano que promueve destinos. La singularidad de cada persona es en relación a una historia que la constituye y en un entorno sujeto a cambios permanentes.
Lejos estamos de la ilusión de una infancia protegida y cubierta en sus necesidades básicas, sin embargo seguiremos resistiendo a los arrasamientos contra la singularidad a través de la construcción de prácticas e intervenciones subjetivantes. Los niños tienen derecho a ser escuchados, a que se respeten sus tiempos, a fantasear sin que se los llame dispersos, a ser rebeldes sin que se los etiquete de oposicionistas desafiantes, a estar tristes sin que se los medique o medicalice. Y los adultos tenemos la obligación de acompañar, contener, cuidar, limitar, criar, guiar, educar, escuchar y respetar a los niños en sus procesos y en sus conflictos. El furor de la inclusión puede generar mayor riesgo de exclusión. Se atenta contra las infancias cuando sobre ellas se implanta el terrorismo de los diagnósticos.
Oponernos a los etiquetamientos tempranos y anticipados es poner en acto una ética, la de negar nuestro consentimiento a procedimientos que en nombre de la ciencia y del bien común terminan siendo invasivos, poco respetuosos y por sobretodo, iatrogénicos para miles de niños y sus familias.
Autora del artículo: Ariana Lebovic
Psicóloga, Psicoanalista, Especialista en Psicología clínica con Niños y Adolescentes.
Miembro del Fórum Infancias, Argentina.
Lic. en Psicología (UBA). Ex Concurrente del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Especialista en Psicoanálisis con Niños de la Carrera de Especialización de la UCES. Supervisora. Miembro de la Asociación Civil FORUM INFANCIAS. Autora de varias publicaciones.
Bibliografía
Byun-Chul Han (2017) “La expulsión de lo distinto”. Herder, Buenos Aires.
Byun-Chul Han (2014) “Psicopolítica”. Herder, Buenos Aires.
Collares, Moysés, Untoiglich (2013) La maquinaria medicalizadora y patologizadora en la infancia. En “En la infancia los diagnósticos se escriben con lápiz” Untoiglich (comp.). Noveduc, Buenos Aires.