“Aquí hay lugar”: relato de un acercamiento a la escuela inclusiva
“El vínculo educativo, es el modo de lazo social en el que el agente acoge y ampara al sujeto desde su singularidad, para que el acto que allí los convoca sea posible, para que no quede excluido del acto de aprender”
(Núñez, Violeta. 2005).
La escuela puede ser un lugar de cobijo, un lugar donde le otorgamos a los/as niños/as que la transitan escucha, presencia, respeto, atención y afecto. Como institución socializadora, forma parte de un entramado amplio que se ve atravesada por diferentes acontecimientos, otorgando a cada uno/a la misma posibilidad de vivir en una comunidad. Desde esta perspectiva social, la escuela genera diferentes identidades subjetivas como resultado del lazo con los demás. Podemos decir que esta se conforma como espacio privilegiado para producir sujetos, lo que la erige en una función intrínseca a las prácticas educativas.
Así es que, cuando una problemática irrumpe en la cotidianeidad escolar, en la que un/a niño/a muestra su sufrimiento a través de comportamientos disruptivos, quienes somos parte de la escuela ponemos atención allí desde una forma particular.
Lo que irrumpe en la escuela plantea un problema que abre preguntas, nos invita a cuestionar nuestras prácticas y nos convoca a trabajar con otros/as, a armar con ellos/as una red, un entretejido, para desarmar y volver a tejer. Para abordar esta problemática, nos posicionamos desde el marco teórico del Psicoanálisis, desde donde realizamos nuestras elaboraciones, sostenidas en la ética del deseo. En este sentido, en aquello que desborda, se nos presenta un no saber, no saber del sufrimiento del sujeto. Nuestra posición subjetiva como docentes, ante el enigma del sujeto, es alojar su singularidad. Esto nos convoca a interrogarnos sobre lo que perturba, lo que se encuentra embrollado, lo que está coagulado con el fin de renunciar a los saberes abrochados de las etiquetas diagnósticas, que borran la subjetividad del niño/a.
Se trata de pensar cómo recrear la escena educativa, aquella que produce subjetividad y posibilita el lazo con otros/as. Sabemos que no hay respuestas fijas, ni universales, ni predefinidas, para la resolución de conflictos. Es nuestra apuesta, habilitar un lugar de reconocimiento de modo de generar las condiciones propicias para que pueda advenir y/o acontecer el sujeto en la escuela.
Habitar la escuela, supone entrar al mundo de lo colectivo, lo múltiple, lo diverso y heterogéneo. Pero esta acción no significa simplemente asistir o estar presente físicamente, sino que implica sumergirse en el entorno educativo de manera activa, involucrándose con el mundo colectivo y compartido con otros/as. Estar con otros/as, para algunos/as niños/as no les es tan fácil ni lo experimentan placenteramente, por lo menos en ciertas circunstancias de sus vidas.
Todo comienzo trae consigo incertidumbres, ansiedad, temores…
Comenzar un nuevo año de clases para el niño que llamaré Mateo, fue vivido con mucha angustia. Cada vez que llegaba a la escuela no quería subir las escaleras de la entrada y se aferraba a las piernas de su mamá, manifestando que quería volver a su casa, que en ese lugar no quería estar.
Se lo observaba angustiado, inquieto y preocupado por su permanencia dentro de la institución. Ante esta situación, se le ofrecieron diferentes incentivos que lo motiven a quedarse, pero él sólo pedía irse a su casa a jugar con el celular o con la play. La mamá intentaba convencerlo de que “si se quedaba en la escuela” o “si se portaba bien”, le compraría un juguete, pero después de algunos rodeos, continuaba sin aceptar. Esta situación se fue repitiendo en el transcurso de los días de las primeras semanas de clase. Mateo no lograba ceder, lloraba, tiraba objetos que encontraba en su camino, se tiraba al piso, gritaba con mucha angustia y congoja, en ocasiones le pegaba a su mamá. Hasta que un día la mamá y el papá decidieron no volver a traerlo a la escuela hasta que no ingresase una A.P.N.D. (acompañante personal no docente) para acompañarlo.
El año anterior, Mateo había estado acompañado por una A.P.N.D. con la que había podido ingresar al aula y participar de algunas propuestas. Era capaz de entrar en la escena escolar y compartir momentos con sus pares. Este año dejó de contar con acompañante ya que su mamá y su papá se habían demorado en realizar los trámites en la obra social y tampoco había comenzado sus tratamientos de fonoaudiología, psicopedagogía y psicología. La mamá nos comentó que Mateo sólo quería jugar con su celular, que durante las vacaciones había incrementado el uso de las pantallas y no lograba impedírselo ya que el niño se irritaba más y se frustraba. Estas conductas de Mateo le resultaban a la madre inmanejables y había decidido ceder ante la pantalla y el capricho del niño.
¿Qué ocurre cuando un niño no quiere ir a la escuela? ¿Cómo generar una experiencia en la escuela que lo invite a transitarla más allá de las pantallas? ¿Cómo hacer para volver a enlazar al niño con la escena escolar, la cual resulta extranjera para él? ¿Cómo posicionarnos en un espacio de “terceridad” (Winnicott, 1971) entre la madre y el niño?
Estos interrogantes nos planteamos al interior del Equipo Interdisciplinario de Educación Especial en los espacios de ateneo para poder ayudar a Mateo a revincularse con su escuela. Estos espacios de trabajo nos permiten pensar la orientación de las intervenciones, construir estrategias de abordaje para que cada niño/a pueda habitar la escuela de la mejor manera posible, teniendo en cuenta su singularidad.
El caso de Mateo nos plantea la necesidad, como primera instancia, de acercarlo a la escuela, que esté presente, convocándolo a estar dentro del aula. Que pueda subir las escaleras, despedirse de su mamá manejando la ansiedad de la separación, poder desprenderse de ella y sumarse en la fila de niños/as de segundo grado. Para ello, necesitábamos que la escuela se implicase en un trabajo compartido, más allá de las voluntades. Hacía falta flexibilidad en quienes toman las decisiones, colaborando con otros/as para implicarse en el proyecto.
Sabemos que una escuela inclusiva constituye un proceso compartido de aprendizaje complejo y singular, que no está exento de riesgos, incomodidades y movimientos continuos. La educación inclusiva nos plantea una constante revisión de nuestras prácticas para superar dificultades encontradas, evitando el “no estamos preparados”, “no sabemos qué ofrecer”. En este sentido, Carlos Skliar (2008) plantea que “personalmente creo que es un imposible saber, sentir y estar preparado para aquello que pudiera venir. Hay que enfatizar la idea de que más que estar preparados, anticipados a lo que vendrá, que nunca sabemos qué es, de lo que se trata es de estar disponibles y de ser responsable. La idea de disponibilidad y responsabilidad sin duda es una idea claramente ética. Estoy disponible para recibir a quien sea, a cualquiera, a todos, a cada uno”.
Detrás de estas preocupaciones, nos convoca el deseo de “todos en la escuela”, de pensar cómo alojar a cada uno/a. En rigor, esta apuesta supone trabajar con otros/as, con el niño, con la familia, con la conducción, con sus compañeros/as, las maestras y al interior del equipo. En este marco, la escuela tendrá que generar un movimiento de cambio en su interior, buscando los recursos necesarios para albergar al niño. Sabemos que no habrá una respuesta inmediata, ni recetas, que llevará tiempo, el tiempo singular del niño, que deberá renunciar a su vez a la satisfacción inmediata del juego del celular, pero recibirá a cambio una satisfacción mayor, el estar con otros/as.
Es así que, entre el equipo de educación especial conformado por la maestra psicóloga, la maestra de apoyo, la conducción de la escuela y la maestra de grado, se pone en marcha la construcción de un dispositivo que revincule al niño con la escena escolar. Tomamos la definición que Foucault describe como “dispositivo” en sus análisis, refiere a una red heterogénea compuesta por elementos que incluye discursos, instituciones, regulaciones, leyes, medidas administrativas, enunciados que se organizan con el propósito de producir un efecto o movimiento específico en respuesta a un acontecimiento. Estos elementos pueden estar tanto en lo dicho como en lo no-dicho. El dispositivo establece el vínculo entre estos elementos. La naturaleza de la red es el tipo de relación que existe entre estos elementos heterogéneos, ya sea como programa institucional o como justificación y ocultamiento de una práctica. Hay un juego de cambios y modificaciones de funciones entre los elementos discursivos y no discursivos. El dispositivo es una formación que responde a una urgencia en un momento dado.
En nuestro caso, el dispositivo consiste en armar un horario en el que el niño debe concurrir y se lo espera con una propuesta lúdico – pedagógica, a la que se sienta atraído y convocado a la tarea. Previamente, se conversa con la mamá sobre los intereses y necesidades de Mateo, para estar preparadas con material que le sea de interés. Seguidamente, se le pide a la conducción de la escuela el uso de la sala de maestros/as, lindera al hall de entrada, donde se llevará adelante la propuesta. Pensamos que sería un ambiente seguro, acogedor y estimulante para el niño, donde pueda estar la mamá esperándolo en el hall para que el niño esté en condiciones de acudir a ella si la necesita. Para que se establezca una relación de confianza con el niño y que este se sienta más cómodo y familiarizado con la escuela, las docentes que participan del proyecto -la maestra de apoyo con quien trabajaba el año anterior, la maestra de grado y la maestra psicóloga del equipo- conocidas por Mateo del año anterior, procurarán que se familiarice gradualmente con el entorno escolar.
Tomamos el concepto de terceridad de Winnicott (1971), para pensar la transición desde la relación de dependencia inicial madre – hijo, hacia la capacidad de establecer vínculos significativos con otros. La terceridad referida a la introducción de un tercer elemento o factor entre la madre y el niño, posibilita un proceso de transición para ayudarlo gradualmente a separarse de la madre. Como maestras referentes, nos ofrecemos como figuras de confianza, brindando un espacio seguro donde el niño pueda desarrollar su propia individualidad a través del juego. Según Winnicott (1971), el juego creador, simbolizador y de placer solo es posible si hay una zona de juego, que en nuestro caso sería el espacio transicional que, entre las docentes y el niño, se apostará a construir. Este espacio transicional no se ha podido dar debido al acceso ilimitado a los dispositivos electrónicos que afectaron su interés por el desarrollo del juego con otros/as y la posibilidad de crear experiencias subjetivantes.
En el primer encuentro, desplegamos en una mesa algunos juguetes que sabíamos que eran de su preferencia. La mamá lo acompañó hasta el hall de entrada y le dijo que lo iba a esperar ahí mientras él estuviese con las “seños” en la salita. Mateo se angustia, pide por su mamá, no logra entrar a la sala, grita «vámonos mamá», se le ofrecen algunos juguetes, los toma, pero luego los tira, mientras repite que se quiere ir a la casa. Al segundo día, invitamos también a la mamá a entrar a la sala y se conversa con ella previamente sobre la intervención y la necesidad que participe del espacio por lo menos hasta que el niño se sienta seguro. Mateo toma algunos juguetes que guarda en su mochila, se le explica que son juguetes de la escuela que no puede llevar a su casa, que si quiere puede jugar con ellos cada vez que asista a la escuela. Ante la negativa, vuelve a guardárselos y le ofrecemos que pueda llevarse uno de los títeres con los que estuvimos jugando con la condición que vuelva a la escuela al día siguiente. Mientras tanto, entre las docentes a cargo del dispositivo, nos ponemos a representar con el títere la escena de ir a la casa de Mateo y la vuelta a la escuela. Mateo esboza una sonrisa, guarda el títere en su mochila y le dice “vámonos mamá”.
Al día siguiente, Mateo trae consigo un celular, del cual no logra desprenderse. Se le pide a la mamá que lo guarde, pero él se resiste. La maestra le ofrece otros juguetes, pero no los toma gritando “no” y tirándolo al piso. Se nos ocurre reconvertir esa escena displacentera con el fin de simbolizar lo que estaba sucediendo. Así, le ofrecemos dos cajas, las vaciamos y le decimos que en una vamos a poner todos los “no” y en otra los “sí”. De esta manera, cada vez que tiraba un juguete y decía “no”, lo colocábamos en una caja, mientras la maestra de apoyo le mostraba otro objeto y lo nombrábamos con un “sí”, colocándolo en la caja de los “sí”. Estos “sí” y “no”, se fueron guardando en ambas cajas, repitiendo el juego varias veces y haciendo participar a la madre también. Mateo fue cediendo el llanto, los “no” y la frustración.
Desde el plano teórico, Freud propone entender el juego de un niño a partir de la denominada teoría traumática. Esto implica que el niño, al jugar, elabora situaciones dolorosas que son inadmisibles para el yo. El niño, mientras juega, también canaliza tendencias, por lo cual un niño que juega, reprime menos. Mateo, mediante el juego, intenta apoderarse de la situación conflictiva y desagradable, haciendo activo aquello que se sufrió pasivamente. Las cajas de los “sí” y los “no” pudieron alojar sus marcas singulares, posibilitando que el niño vehiculice algún modo de tratamiento de lo displacentero mediante la actividad simbólica del juego. De esta manera, el niño escenifica la desaparición y la presencia de la madre de una manera distinta a la real.
Winnicott (1971) nos habla acerca de un espacio lúdico o espacio transicional. Para él, el origen del juego está relacionado con este espacio no integrado, informe, libre de exigencia, denominado lugar de descanso, alejado de connotaciones patológicas, conectado con los aspectos más creativos de la persona. En el área de juego, el niño tiene dominio propio, dominio del área de la ilusión y la creación humana, pertenece al área potencial que se da entre el niño y la figura materna. Podría además decirse que es esa vivencia de dominio de dicho espacio, la que le otorga seguridad a Mateo.
Al pasar los días, el niño continuó participando del espacio con su mamá, entre moldeado con plastilina, burbujas, carreras de autos y canciones. Cada día se le ofrecía al niño participar de un recreo, merendar con sus compañeros/as o subir a su salón de 2do grado. De pronto, luego de transcurrido dos meses desde el comienzo del dispositivo, Mateo le dice a su mamá “quédate ahí”, le señala la silla del hall y entra al salón solo con las docentes. De ahí en más, Mateo pudo ir un día al recreo con sus compañeros/as, otro día participar de la merienda y otro subir por las escaleras al salón de clases. Al entrar al salón, los/las compañeros/as se le acercaron, lo saludaron, lo abrazaron y una de las niñas le señaló una silla y le dijo“aquí hay lugar”.
Para que este encuentro aconteciera, fue necesario que la escuela transite por un proceso de construcción subjetivante, durante el cual se enfrentaron dificultades y situaciones incómodas, con el riesgo de quedar atrapado en expectativas irrealizables. Sin embargo, es importante aceptar y reconocer el malestar y la frustración como oportunidades para potenciar los dispositivos y autorizarse en el acto educativo. Asimismo, es necesario cuestionar continuamente nuestra práctica y desafiar las formas habituales de pensar y actuar, permitiendo de esta manera una verdadera inclusión.
Autora del articulo: Lorena Gutiérrez
Lic. en Psicología – Universidad de Buenos Aires -2003
Profesora de la Enseñanza Primaria – Normal N° 4 -1996
Formación de posgrado
Diploma Superior Psicoanálisis y Prácticas Socio – Educativas. Aportes para abordar el malestar educativo (FLACSO) entre otros.
Diplomatura en Psicoanálisis clínico (AASM)
Diplomatura Universitaria en abordajes del autismo y la psicosis en las infancias (AASM)
Experiencia laboral
Maestra psicóloga en equipos interdisciplinarios de la Modalidad de Educación Especial del GCBA.
Atención psicológica de niños/as, jóvenes y adultos en consultorio particular.
Bibliografía
Nuñez, V. (2005)El vínculo educativo. En Tizio, H. (coord.). Reinventar el vínculo educativo: aportaciones de la Pedagogía Social y del Psicoanálisis. Barcelona, España: Editorial Gedisa. p.38
SKLIAR, Carlos (2008). ¿Incluir las diferencias? Sobre un problema mal planteado y una realidad insoportable. Orientación y Sociedad, 2008, Vol. 8
Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión (A. Garzón del Camino, Trad.). Siglo XXI.
Freud, S (1920), Mas allá del Principio de placer. Obras Completas, Vol 18. Buenos Aires, Amorrortu, 1979
Winnicott, D. W. 1971. Playing and Reality. London: Routledge. [Winnicott, D. W. (1982). Realidad y juego. Barcelona: Ed Gedisa.]