Infancias y adolescencias vulneradas

“Entonces has entrado
como una brecha de luz hiriendo mi cielo enfermo,
una frase para otro cayendo en mis ojos,
una voz que dice
Yo creo en ti.
Y he sonreído
Como se sonríe a la esperanza,
Tranquila,
Tras estas rejas que a veces abrazo
Y he pensado
Que la libertad también está
En los ojos de quien te mira cuando tú ya no te ves.”

El entorno social, el grupo al que pertenecemos, deja huellas en nosotros desde que nacemos. 

Piera Aulagnier, al hablar del contrato narcisista, dice: “En términos más económicos, diremos que el sujeto ve en el conjunto al soporte ofrecido a una parte de su libido narcisista; por ello, hace de su voz el elemento que se añade al coro que, en y para el conjunto, comenta el origen de la pieza y anuncia el objeto al que apunta. A cambio de ello, el grupo reconoce que sólo puede existir gracias a lo que la voz repite; valoriza, de ese modo, la función que él le solicita; trasforma la repetición en creación continua de lo que es, y sólo puede persistir a ese precio.” (Aulagnier, P, 1975, pág 163) Se transmiten así modelos de identificación antes que el niño pueda tener idea de tiempo y de historia. Se le dice con o sin palabras quiénes son los “héroes” de ese grupo social, qué emblemas tendrá que portar, cuáles son los ideales que deberá cumplir.

Es decir, el niño se transforma en portador de una herencia social, de los valores de un grupo y representa la posibilidad de futuro de ese grupo. Pero ¿qué ocurre cuando esa familia forma parte de un sector marginal, que no es reconocido socialmente, donde no hay modelos ni héroes a los que apelar?

Pensando la relación entre el sujeto, la sociedad y la historia, León Rozitchner plantea: “El psicoanálisis puso de relieve la constitución cultural del sujeto y de sus contenidos más subjetivos como resultados de un trabajoso proceso, no extento de vicisitudes, de extensión paulatina hacia el mundo exterior.” (Rozitchner, 2013, pág133) Y más adelante: “Así el hombre es el lugar de un intercambio activo con el mundo exterior y con los otros hombres, intercambio que constituye el fundamento de su yo.” (pág 136)

Entonces, el lazo social y el discurso cultural constituyen subjetividades y facilitan o no procesos psíquicos. Deseos, defensas, tipos de pensamiento se constituyen y despliegan con otros, en un entramado vincular en el que cada uno podrá tomar aspectos, rasgos, segmentos de lo transmitido, pero quedará marcado por esos lazos y ese discurso.

Qué lugar ocupe socialmente, qué espacio le otorgue el conjunto de voces a ese sujeto en crecimiento, serán decisivos para ir construyendo la representación de sí mismo y del mundo.

Y cuál sea esa representación y cómo se haya ido edificando va a ayudar a forjar condiciones internas para afrontar diversas dificultades tanto personales como colectivas.

Sabemos que la representación de sí se constituye a partir del espejo que dan los otros. Y que en la medida en que nos reflejan vamos armando una imagen de nosotros mismos, que este espejo es constitutivo del modo en que nos vemos y nos ubicamos en el mundo. Y cuando una niña o un niño se siente depositario de una mirada atemorizada o desvalorizante, la representación que va a construir de sí mismo es la de un personaje peligroso o incapaz y posiblemente actuará en consecuencia. Y cuando se enfrenta con el terror de no ser registrado, se sentirá un “no sujeto”, un “inexistente” o un “des-existente”, en términos de Janine Puget. “Se deviene “des-existente” por la acción de las políticas económicas que tiñen las relaciones laborales de una inseguridad latente” (Puget, 2018, pág 124).

Entonces, el contexto puede ser vivenciado como protector u hostil y esto puede también implicar tener un “hábitat” confortable o carecer de él. Así como no es nunca uno solo el que se constituye como sujeto, no es suficiente la familia nuclear para alojar a un niño. Por el contrario, siempre es necesaria la “tribu”. Tribu que a veces, en situaciones de desvalimiento e incertidumbre, pierde la posibilidad de funcionar como red, como sostén, y se torna un lugar peligroso, en el que en lugar de lazos solidarios se da una pelea sostenida por acaparar los pocos bienes existentes. La película “Parásitos”, en la que una familia va tomando los puestos de trabajo en una casa de ricos, empleando diferentes tretas para sacarle el lugar a los que lo ocupaban, muestra esa lucha que puede darse de pobres contra pobres y de lo que puede ocurrir cuando prevalece el desempleo.

A la vez, el que los padres se sientan alojados o no por el contexto social va a determinar diversos avatares. En principio, desde qué lugar pueden transmitir historias, ideales y normas y si esa transmisión está teñida de culpa o de vergüenza o si, por el contrario, el relato permite una construcción que suponga un reconocimiento social y una pertenencia a un grupo. A veces, es un relato que narra una epopeya, una gesta heroica y eso también ubica al descendiente en un lugar especial, ya sea como heredero de esa gesta o como aquél que tiene que seguir un camino ya marcado para no traicionar la herencia. Sin embargo, la sociedad tiende a ubicar a algunos grupos, a los que deja fuera del sistema, en un “sin historia” y esto tiene consecuencias en la constitución psíquica desde los momentos más tempranos de la vida. 

Por otra parte, las angustias primarias, los terrores sin nombre, los estados de depresión profunda y de pánico, se transmiten como agujeros, vacíos, marcas de lo no tramitado. Es decir, este tipo de transmisión crea en los descendientes algunas zonas de silencio representacional, dificultando el pensamiento y el armado de caminos creativos.

Si los padres están regidos por urgencias del orden de la necesidad y no hay lugar para el armado de deseos, si los apremios de la vida son tales que anulan posibilidades de soñar, ¿cómo armar esa capacidad de “ensoñamiento” en el vínculo madre-bebé de la que habla Bion? 

¿Qué representación de sí le puede transmitir una madre que no puede cumplir con la función protectora y nutricia que supone que debería cumplir? Y ¿cómo puede narcisizar a ese hijo si no cuenta con un “narcisismo sobrante”?

El modo en que un niño es sostenido, cuidado, y en que se le presentan los objetos es fundamental. Pero ¿cómo podrá una madre a la que el mundo “deja caer”, sostener a otro? ¿Y qué efectos tiene esta ausencia de sostén, esta presentación de un mundo hostil o en el que los placeres les pertenecen siempre a otros?

¿Qué sensaciones de desvalorización, de pérdida de masculinidad puede sentir un hombre cuando no puede mantener a sus hijos en una sociedad que todavía ubica en el padre el mandato de procurar el sustento? En este sentido tenemos que pensar que, si bien ha habido cambios sociales importantes, las representaciones del superyó no se modifican tan rápidamente y la transmisión a través de las generaciones tiene sus propias reglas y tiempos. Así, los mandatos de las generaciones anteriores siguen operando, aunque se contrapongan con la época en que se vive. Y muchos hombres siguen suponiendo que un rasgo de la masculinidad es el poder que otorga el dinero. A falta de ello, se puede apelar a la fuerza física, al sometimiento del otro…

¿Cómo puede registrar un niño a sus padres si éstos se suponen fracasados o impotentes, cuando el niño tiende a verlos como omnipotentes? Una posibilidad es que los suponga culpables de no satisfacer sus necesidades, de dejarlo en una situación de riesgo y hasta puede sentir vergüenza por ellos. Vergüenza que quedará como impronta de su propio ser, confundido con ellos.

También puede intentar reivindicarlos, asumiendo él un lugar heroico, de pelea con el mundo y a veces de salidas violentas, en un intento de vengar a sus antepasados por todo lo sufrido.

Y esto es particularmente complicado cuando se llega a la adolescencia. Los adolescentes que sienten que sus antepasados no tienen un lugar en el mundo y por ende ellos tampoco, se deprimen o buscan salidas violentas como modo de ser registrados, tenidos en cuenta por un mundo que los deja sin posibilidades de un futuro diferente.

Posiblemente el que vive en un mundo amenazante tienda a atacar, casi como una reacción razonable frente a lo que supone el ataque de los otros.

Sabemos que lo más insoportable para un niño es no ser mirado ni atendido. Para un adolescente, el ser “ninguneado” socialmente lo deja en un lugar insufrible.

Entre el intento de un pensamiento autónomo y la adhesión incondicional a las certezas del grupo de pares, entre las sensaciones de impotencia frente a su propio cuerpo y el mundo y la omnipotencia absoluta, entre la representación de la propia muerte y su desmentida, el adolescente va andando un camino lleno de obstáculos. Y para poder ir encontrando respuestas debe apelar a la fantasía, al arte, a la escritura, a poner en juego sus posibilidades creativas. El arte, la escritura, la fantasía toman en el adolescente el lugar que el juego tiene en el niño, un lugar de elaboración. 

La transmisión a través de las generaciones:

Me parece claro que cuando se excluye y se maltrata a los progenitores de un niño se está excluyendo y maltratando al niño y a los descendientes de ese niño. Es decir, son tres generaciones las que están en juego. Las marcas del maltrato social se transmiten como huellas dolorosas y pueden traer como consecuencia agujeros de pensamiento y sentimiento y una particular sensación del tiempo como un “siempre presente” de la exclusión. Y cada generación va a tramitarlas del modo en que le sea posible. 

Me interesa además destacar que se habla a veces de una educación “para los pobres”, como si tuvieran deficiencias innatas o como si ser pobre fuera una condición con la que se nace. En algunos casos, ocurre que las situaciones límite pueden impulsar el deseo de saber y son niños que aprenden todo con muchísima facilidad, en un intento de dominar lo doloroso que les resulta ser espectadores del bienestar de otros, un bienestar que sienten inalcanzable. Esto puede incentivar la curiosidad y el deseo de apropiarse del conocimiento. Pero a veces la necesidad de sobrevivencia lleva a desmentir el sufrimiento, a naturalizar situaciones y a obturar preguntas. En lugar de un funcionamiento cuestionador lo que aparece es la resignación y la desmentida del dolor causado por las diferencias. Esto puede dificultar el aprendizaje escolar y aparecer como dificultades de aprendizaje, en tanto realizan un enorme esfuerzo psíquico para sostener ese “sabido-no sabido” (en términos de Octave Mannoni), es decir, la desmentida de lo que registran como injusto y que podría llevarlos a hacer preguntas, pero también puede derivar en la negativa a aprender y a pensar. No es una educación “especial” lo que requieren. Lo que necesitan es que sus necesidades sean satisfechas y que se habiliten las preguntas y los cuestionamientos al orden vigente. Esto les permitiría desplegar vías de simbolización.

A los adolescentes las situaciones de vulnerabilidad social los dejan particularmente desprotegidos, en un momento en que el sostén narcisista proveniente de los vínculos exogámicos es clave. Sobre todo, se torna una situación claramente arrasante cuando no se le dan esperanzas de modificar su situación.

Porque el mayor problema, que puede derivar en actuaciones hétero y autodestructivas es la ausencia de esperanzas. En todos los momentos de la vida, pero en particular en la infancia y la adolescencia. Las políticas que se están implementando en relación a la educación dejan a niños y adolescentes absolutamente desprotegidos y obturan toda aspiración a tener un mejor lugar en el mundo.

La esperanza es sostén frente a las catástrofes, pero también frente a las dificultades cotidianas.

Y que haya otro que crea en uno es fundamental, como dice la poesía. 

 

La crueldad con las infancias y adolescencias de hoy: 

En lugar de proyectos que apunten a la felicidad en un tiempo futuro, lo que permitiría abrir recorridos deseantes y sostener la adolescencia como un tiempo de construcción, predomina la búsqueda de un placer inmediato, en tanto no se visualiza un placer futuro. Es decir, si no hay esperanzas, ¿por qué no buscar la satisfacción inmediata?

Esto, que lo tenemos generalmente claro con todos los adolescentes, parecería confundirse cuando se supone que hay adolescentes (los de las clases acomodadas) y “menores” para los que no se suponen ninguna de estas lógicas. Es decir, son sujetos a los que no se les reconoce su identidad como personas en transformación, en un recorrido de búsquedas y desencuentros. Se los piensa ya definidos para siempre y se los estigmatiza.

Una de las cuestiones que caracterizan al contexto actual es la reificación del consumo. Y a la vez la urgencia, no hay tiempo de espera sino que todo tiene que ser inmediato. Se suprime la idea de futuro diferente y todo se da en un “ya ahora”. ¿No se dificulta el sostenimiento de deseos y se promueve la impulsividad con estos valores?

A la vez, tal como dice Joyce Mac Dougall, se han creado “neonecesidades” que revelan la confusión entre la necesidad y el deseo, y que suponen una denigración del deseo mismo.

Tener el mejor celular no es ya un deseo sino que aparece como necesidad y hace al ser. Esto crea una confusión importante, porque las señales de pertenencia de esta sociedad se ligan al consumo de determinados objetos. La existencia misma está dada por la posesión de un objeto. Y esto implica una deshumanización y la prevalencia de un mercado que lo toma todo. 

También está el tema de la visibilidad. Si para todo adolescente es muy difícil tolerar no ser visto, hay chicos que no han sido nunca registrados como tales.

Y quitarles derechos y culpabilizarlos por lo que todos generamos es una violencia social extrema. Por eso, pretender bajar la edad de punibilidad abarcando toda la adolescencia implica un acto de crueldad y a la vez de desconocimiento de los avatares psíquicos de todo adolescente. 

Marcelo Viñar dice: ”Prodigar y aplaudir ciertas condiciones de riesgo auto y héteroagresivas, es propio de esta edad y en un mundo que prodiga el espectáculo y la exhibición, se juntan el festín y las ganas de comer.” (Viñar, 2013, pág. 36)

Entonces, la reificación del consumo, más la búsqueda del riesgo, tan habitual en la adolescencia, ligados a la omnipotencia propia de la edad (“a mí no me va a pasar nada”), dan un resultado que puede resultar trágico. 

Generalmente, el ideal de un adolescente es ser el héroe, el que transgrede, el que arriesga todo a cada instante, el que supone que todo instante es infinito.

Es por eso que no son mayores castigos los que pueden modificar la conducta de un adolescente. Es más, a veces cuanto mayor sea el peligro, más pueden trasgredir, en tanto ubicarse como héroes, como aquel que se anima a realizar la tarea que los otros no realizan, es una suerte de ideal adolescente. Afrontar riesgos suele ser convocante en la adolescencia, hacer lo que otros temen y desafiar los obstáculos puede ser un incentivo para realizar una acción, en tanto le permita sentirse heroico.

También, muchos chicos sienten que tienen que reivindicar a los padres, a los que viven pasivizados o sumisos frente a la violencia del medio. Usar la violencia sería en esos casos un modo de salvarse pero también de salvar a sus padres y al grupo, a la vez que se posicionan como líderes. 

Y cuanto mayor sea el riesgo, mayor va a ser la tentación de cometer el delito.

A falta de esperanzas y en un mundo post-pandemia, los adolescentes se suicidan y se autolesionan. Teniendo en cuenta todas las diferencias que existen entre el suicidio y la autolesión (que es muchas veces el modo de no suicidarse) debemos preguntarnos qué lleva a que los adolescentes realicen estas conductas con tanta frecuencia.

Si en lugar de hacerse esta pregunta lo que hace el mundo adulto es pensar cómo castigarlos cuando transgreden las normas de una sociedad transgresora, una sociedad en la que no son escuchados y en la que hay adultos que poseen un poder absoluto, los estamos lanzando al precipicio.

He afirmado reiteradas veces que ubicar a los niños y adolescentes como adultos es índice de un desconocimiento absoluto sobre el funcionamiento psíquico, desconocimiento que deriva en crueldad cuando se trata de imponer castigos sin comprender sus angustias, sus temores, sus defensas y sus modos de procesar lógicamente los datos que les llegan.

En una sociedad en la que el consumo es ubicado como bien fundamental, que haya adolescentes que roben no es extraño, en tanto tampoco se les otorga la esperanza de obtener esos bienes en un futuro. En una sociedad que está ampliando diferencias entre ricos y pobres, el ideal del yo cultural mueve a los más chicos a querer alcanzar el status de “persona rica” en tanto no quieren ser considerados “deshechos”. Y no encuentran muchos modos de alcanzar ese ideal sino a través de acciones violentas. 

A la vez, no es con amenazas de mayores castigos como se puede hacer que niños y adolescentes no comentan delitos, sino otorgándoles herramientas para lograr otros caminos, privilegiando diferentes modos de placer y haciéndolos sentir acompañados, sostenidos y valorados.

Si algo ha quedado claro con la pandemia son las diferencias de recursos tanto materiales como psíquicos con las que cada uno cuenta para afrontar una situación atípica y dolorosa. Pero también la importancia de los vínculos, del estar con otros, del complejo entramado que nos sostiene.  

Si el medio aparece como hostil, en lugar de ser un lugar de protección, esto involucra al conjunto de los niños y los deja en un estado de indefensión que puede derivar en regresiones y retracciones importantes en la infancia.

Por otra parte, el narcisismo puede impedir ubicar al otro como semejante y esto cuando aparece con otros cuyos derechos están vulnerados, se constituye en desestimación del sufrimiento ajeno, clara forma que asume la crueldad.

Es imprescindible que niñas, niños y adolescentes sientan que todos los sujetos están protegidos socialmente. Si ven que hay niños y adolescentes que quedan “exiliados” en su propia tierra, si hay niños y adolescentes que carecen de un hogar donde refugiarse, el desamparo se generaliza.

Muchos de estos adolescentes, que habitan la calle, llevan sobre sí la mirada acusadora de los otros, sin haber hecho nada para merecerla. Son estigmatizados tempranamente como ladrones o drogadictos, siendo “portadores de rostro” y se constituyen para el resto de la sociedad en potenciales enemigos a partir de un modo de hablar o de vestir. 

También con ellos habrá que pensar un modo de abordaje que los ubique como sujetos deseantes, marcados por una historia que tendrán que tramitar. Pero para esto tienen que sentirse alojados y reconocidos socialmente.

Que puedan armar proyectos realizables, en tanto la sociedad les de las condiciones de su realización y que vayan construyendo futuro es lo que puede abrir un panorama diferente.

 

 

Lic. Beatriz Janin
Lic. Beatriz Janin

Bibliografía

  • Aulagnier, Piera: (1975) La violencia de la interpretación. Buenos Aires: Amorrortu
  • Bion, Wilfred () Aprendiendo de la experiencia. Buenos Aires, Paidós.
  • Bion, Wilfred : (1991) Seminarios de psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
  • Bleichmar, Silvia (2011) La construcción del sujeto ético. Buenos Aires. Paidós.
  • Kaës, R; Faimberg, H y otros (1996) Transmisión de la vida psíquica entre las generaciones. Buenos Aires. Amorrortu.
  • Mac Dougall, Joyce: (1996) Alegato para una cierta anormalidad. Buenos Aires. Paidós.
  • Mannoni, Octave (1997) La otra escena. Claves de lo imaginario. Buenos Aires. Amorrortu.
  • Puget, Janine: (2015) Subjetivación discontinua y psicoanálisis. Buenos Aires, Lugar Editorial.
  • Viñar, Marcelo (2013) Mundos adolescentes y vértigo civilizatorio. Buenos Aires: Noveduc